Todo comenzó como un simple juego de caricias y masajes en los pies. Ella sabía exactamente cómo moverlos, cómo provocar sin decir una sola palabra. Su mirada cómplice y su sonrisa pícara me confirmaron que compartíamos el mismo fetiche. Pronto, los besos en los dedos se convirtieron en lamidas, y lo que empezó con sus pies terminó en una sesión ardiente y muy íntima. Lo más delicioso fue ver cómo el placer aumentaba con cada roce, con cada gemido que soltaba mientras sus pies jugaban conmigo.